Si eres aficionado al running seguramente ha cruzado por tu
mente la siguiente pregunta: “¿cómo será correr un maratón?”.
Cada corredor de distancia anhela un poco más. Mejorar
marcas, conocer nuevos límites, ir más lejos, crecer, subir, seguir, lograr…y
un sinfín de etcéteras. Ese pequeño copo de nieve interno con que esto comienza
se va transformando en una bola de nieve cada vez mayor. Y ese aumento tiene
directa relación con las motivaciones, sensaciones y emociones que
experimentamos en cada fase del camino.
El primer paso (quizá el más difícil) es tomar la decisión
de largarse a correr. El instintivo y antiquísimo gesto humano de correr. Ese
que hemos dejado de lado en pos de la modernidad que nos facilita el
desplazamiento y la solución de nuestras necesidades básicas. Suena casi
incongruente, pero es la realidad. Los humanos hoy no corren, o al menos de
forma sistemática. Y si lo hacen es exclusivamente relativo al stress de la
vorágine actual. Esa estúpida premisa de “vivir apurado”. De ahí la dificultad
de comenzar. De ahí la cantidad de excusas que buscamos para justificar esta
falta de movimiento. Los beneficios del running superan con creces la muralla
que construimos día a día para no atrevernos a su práctica. Convencerse de lo
bien que hace y, más importante aún, lo bien que se siente, es fundamental para
comenzar. El yo interno debe prevalecer. Dudo haya alguna otra actividad que
brinde tanto bienestar personal como el running. Dudo que haya otra actividad
donde se ponga más a prueba la fuerza de voluntad y el compromiso.
Y ahí está
el segundo paso. Seguir sin claudicar. Creer en lo que estás realizando.
Visualizar el objetivo. Tener una meta…y disfrutar. Sencillamente disfrutar.
Entrenar
para una maratón no es fácil. Pero por otra parte tampoco es difícil. ¿Suena
muy descabellado decir que cualquier persona puede terminar una carrera de 42.195
metros? La respuesta es NO. Con la debida preparación todos podemos. Y cuando
hablo de preparación no me refiero sólo a esos largos rodajes de 30-35
kilómetros, o a las series en la pista de atletismo, o a los cientos y cientos
de metros acumulados en meses de continuo entrenamiento, sino que también
apunto a la preparación mental que debe acompañar el proceso. Y ahí la búsqueda
interna es fundamental. Casi el 99% del asunto radica en esto. Físicamente
todos podemos estar aptos, pero la cabeza es aquello que marca la abismal
diferencia entre los que alguna vez han cruzado la meta de una maratón y los
que no. Ese pequeño grupo de personas que pertenecen a lo que, personalmente,
considero una élite.
¿Se sufre? Si, se sufre. ¿Duele? Si, duele. ¿Cuesta? Si,
cuesta. ¿Entonces por qué lo hacemos? Sencillo. Por nuestra mente…y por
nosotros. La primera vez que decidí correr la maratón fue porque ya había
pasado por los 5, 10 y 21 kilómetros. Quizá podría haberme detenido en una de
estas distancias y haberme “perfeccionado”. Mejorar ostensiblemente las pobres
marcas que exhibo en ellas. Acercarme a estar en lo selecto. Pero no era lo
mío. Lo descubrí al finalizar mi primera media maratón. Al cruzar la meta
instantáneamente pensé “ok, quiero más”. Y esa pequeña frase debe ser la que
cruza por la cabeza de todos aquellos que se aventuran en la maratón. Debe ser
increíble poder correr 21 kilómetros lo más cercano posible a la hora y 10
minutos. Pero créanme que es más increíble poder terminar esos temidos 42
kilómetros.
Durante el recorrido de una maratón pasan por la cabeza
todos esos entrenamientos duros que padeciste para lograr llegar a ese punto.
Lo mal que lo pasaste, para después sentirte bien. Te embargas de emociones que
alimentan el deseo de no parar. Las palabras de aliento (y por qué no, las de
incredulidad) de tu entorno cercano cuando les contaste que ibas a participar.
Ese desconocido que te alarga la mano para que puedas estrechársela en el
kilómetros 32, justo cuando las fuerzas comienzan a flaquear, como si fueras el
campeón Mundial de la prueba y quisiese tener un recuerdo de un momento
contigo. Y la meta…la ansiada meta. Una explosión de sensaciones que se resumen
en un simple “pude”.
Esas ansias de querer lograr un poco más, de ir más lejos
están asociadas a un sinnúmero de factores. Existen motivaciones externas que
nos pueden impulsar a tomar la decisión de correr. Cuántas veces hemos oído esa
errónea premisa “corro para ser flaco” cuando en realidad ser flaco (o
llamémosle mejor “ser saludable”) es una consecuencia de correr. Sentirse bien
será el valor agregado de la práctica regular del deporte. Quizá la búsqueda de
un grupo de entrenamiento para expandir tus redes, con gente que comparte los
mismos intereses y gustos es un buen motivo. O viajar para correr en otras
latitudes, conociendo otros países y culturas. Correr por otros que no pueden o
hacerlo a nombre de una entidad benéfica. Todo eso suena bastante bien. Pero el
real motivo por el cual nos animamos radica en nuestro interior. Por mucho que
recibas ayuda de un entrenador o incluso de tu familia, esta meta, este logro
es un regalo que va “de ti para ti”. Te vas conociendo mejor. Eres capaz de
mover el límite un poco más allá con cada día de entrenamiento. De ser capaz de
más. De ser mejor. ¿Qué mejor motivación que esa? Construir y reconstruir
constantemente la mejor versión de ti mismo. Correr una maratón no te
transforma en un súper hombre ni tampoco te da cualidades que otros seres
humanos no tienen. Sólo las saca a flote y las potencia. En muchos casos te
permite asimilar características de tu personalidad que jamás pensarías que
estuviesen ahí. Y lo más interesante y apasionante es que este proceso ocurre
día a día.
Entrada escrita por Rodrigo Horta T.
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